martes, 31 de marzo de 2009

Nueva gobernanza y reforma de los Estados

La transición que estamos viviendo se refleja en el malestar de la ciudadanía con la clase política. La falta de liderazgo, de credibilidad, de ingenio y de espíritu de sacrificio no explica por sí sola la expansión de este sentimiento. Tampoco se debe a la formación o la capacitación de los políticos, que nunca han estado para impartir cursos magistrales, sino para tener sentido común y dar el impulso necesario a las políticas que, democráticamente, hayan establecido.


Lo cierto es que existe un desfase entre la evolución de las sociedades y los sistemas de gobierno heredados; para unos, de la posguerra y, para otros, del colonialismo o de la confrontación Occidente-Oriente.


No es tanto el nivel de democracia lo que interesa aquí, sino la necesaria adecuación de las estructuras y medios estatales a una nueva realidad. Es un hecho que la globalización está avanzando como una nave sin timonel, que la empresas multinacionales han alcanzado dimensiones que sobrepasan las capacidades de numerosos Estados y que los flujos de capital se hacen cada vez más fugaces y aventurados.


Por otra parte, nos afectan muchas de las medidas que se toman en el marco de estructuras supranacionales (OMC, FMI, BM, UE, OTAN, Etc.) y por delegados que, por muy competentes que sean, no dejan de ser vulnerables a los viciosos mecanismos de toma de decisión de tales organismos.


La propagación de la violencia provocada por grupos organizados e incluso por Estados determinados, el narcotráfico y la corrupción amenazan la estabilidad de las sociedades. Esta lucha absorbe gran parte de los medios humanos y financieros de los gobiernos.


Son varios, pues, los factores que conducen al debilitamiento del poder estatal. El mismo poder, en su afán de “liberalismo y modernidad”, contribuye a ahondar la dolencia, procediendo voluntariamente a desarticular las estructuras clásicas del Estado sin cuidarse de sustituirlas por los instrumentos adecuados. Los atributos del Estado se hacen cada vez mas imprecisos, la responsabilidad más difusa y la relación con el ciudadano mas lejana. Lo trágico es que nadie sale beneficiado de tanta fragilidad. Ni los políticos, que ven como su margen de acción se va mermando, así como su visión de futuro. Ni los pueblos, que se sienten abandonados a su suerte en nombre de una ideología económica descarrilada que propugna la ley del más fuerte. A unos se les ve confusos y extenuados, a los otros indiferentes y apáticos.


Este es, a mi juicio, el marco donde hay que buscar las causas, no ya de la crisis financiera, sino de la cadena de crisis que padece el mundo en la actualidad. Asegurar la gobernabilidad pasa por la reestructuración de los Estados y su capacidad a adaptarse a los actuales desafíos. No hay marcha atrás posible. Habrá que pensar de nuevo el concepto de soberanía del Estado, lidiar con la globalización, con el gigantismo de las empresas y establecer un orden jurídico internacional que ponga orden, ética y justicia en las relaciones internacionales.

Los gobiernos tendrán que despojarse de las estructuras obsoletas de administración para dotarse de instrumentos ágiles e inteligentes que garanticen la responsabilidad, la transparencia y comunicación.

La tarea nos puede parecer imposible si perdemos de vista que el objetivo es el bienestar de los pueblos, su desarrollo, su seguridad, en el sentido amplio de la palabra y su desarrollo, La ampliación de las libertades individuales y colectivas puede constituir, por sí misma, una sólida barrera frente a los abusos y extremismos de todo género y contribuir a regular una situación que se hace insostenible para todos.

La solución a nuestros males no se encuentra en la “caza de brujas”, que no pocas voces reclaman, sino en la sabiduría de los pueblos que habrá que escuchar y con los que se tendrá que recomponer una relación que permita una participación ciudadana más efectiva en la tarea de gobierno.

¿Sabremos afrontar las convulsiones que caracterizan los procesos de transición? En el caso que nos ocupa, no se trataría de una entrega de mando entre dos sistemas de Gobierno sino de la capacidad de enlazar de manera responsable y sosegada con una nueva era.

Abdeslam Baraka

31 de marzo 2009

martes, 10 de marzo de 2009

Las nuevas obligaciones del Estado democrático liberal


Cuando los padres y los propulsores del Estado democrático liberal desarrollaban sus tratados y campañas, no se imaginaban que el sistema de gobierno que contribuían a poner en marcha podía servir de cuna a escándalos financieros y estafas de dimensiones internacionales.

La retirada del Estado de ciertos sectores públicos en favor de la libre empresa, nunca ha significado ausentar el control y la regulación institucional. No obstante, asistimos a una cabalgata de los bancos y del sector financiero en general, sin brida ni jinete, que culminó con la crisis de los créditos subprime y el consecuente descalabro económico y social que conocemos a nivel planetario.

Tampoco nos parecía descabellada la voluntad de dejar que el mercado fijase los precios de bienes y mercancías, en una sociedad que compensa el esfuerzo y la creatividad y que confía en el juicio del individuo y de las colectividades. Pero no encontramos racionalidad alguna a la vertiginosa subida de los precios del petróleo y de productos agrícolas (trigo, maíz, arroz, soja... etc.), en el curso del último año. Allí siguen los pretendidos alicientes de tal encarecimiento (crecimiento de India y China, consumo energético americano, el desarrollo del biocombustible, los riesgos de conflictos armados, la proliferación nuclear...), sin embargo los precios han vuelto a bajar substancialmente.

Algunos dirán que la teoría de los ciclos económicos recobra vigencia o que es propio de la dialéctica económica, lo que valdría decir que la crisis estaba “escrita”. Personalmente prefiero sumarme a los que creen que los únicos ciclos son los de nuestros errores, nuestra vanidad y soberbia.

Es obvio que la crisis terminará por amainar a golpe de administrar remedios de caballo al sector financiero. Aunque no es menos cierto que todo el apoyo publico aportado a los bancos vendrá a engrosar una deuda, que nos puede parecer hoy en día virtual pero, que en su momento habrá que pagar en efectivo.

Desde ya, Bernanke y Trichet vaticinan el fin de la recesión para los próximos meses. Es decir, la vuelta a los negocios, aunque no se perciben todavía las nuevas reglas de juego prometidas.

Dichosos pues, los millones de parados o ahorristas del mundo que quieren creer en la buena noticia y que la anhelan desde meses. Ellos, esperan una recuperación sana, que llegue sin que sea acompañada por semejantes de Madoff, Stanford o el trader de “La Société Générale”, entre otros.

Ellos reclaman que el Estado democrático y liberal ejerza sus competencias en pro de un mercado sano que no deje de lado a los más débiles. Ellos no quieren ser simples consumidores sino que pretenden ser considerados como ciudadanos contribuyentes, merecedores de su derecho a saber, exigir y ser protegidos.

El liberalismo, no puede eximir a los gobiernos y legisladores del deber de dictar las reglas, que permitan equilibrar la relación entre el banco y el cliente, entre la aseguradora y el asegurado y que hagan que desaparezca la letra pequeña de los contratos leoninos, que se distribuyen en masa a los usuarios de empresas concesionarias de servicio público.

El liberalismo, no justifica la publicidad falaz ni la comercialización de productos peligrosos, sean financieros o alimentarios.

El liberalismo no debe asumir que desaparezca la ética de los medios de comunicación audiovisuales, hasta el punto de verlos transformados en casino global, a fuerza de SMS.

El liberalismo, que se concibió, en parte, como defensa contra el despotismo político de Estado, no puede, en el apogeo de su desarrollo, ser sinónimo de anarquía o de impunidad, aún menos de una trágica desregulación de la relación humana.

¿ Estaríamos pues, ante nuevas obligaciones que el Estado democrático y liberal deberá asumir para evitar la confirmación del fracaso?

¿No decía Maquiavelo que “El que no detecta los males cuando nacen, no es verdaderamente prudente”?

Abdeslam Baraka

10 de Marzo de 2009

lunes, 2 de marzo de 2009

Inmigrante o expatriado ante el Estado de Derecho


Acosados en tierras ajenas, vilipendiados a veces por mentes ignorantes de su propia realidad, acusados de todos los males por políticos poco escrupulosos con una supuesta ética de la tradición democrática, los inmigrantes representan, sin embargo, el soporte indispensable del sistema socio-económico occidental.

Son gente culta que no alcanza a ser profeta en su tierra; son personas “nacidas demócratas” que no soportan vivir en sistemas regidos por otros principios o que carecen de ellos; son seres humanos que buscan mejorar su vida y la de sus seres queridos; son los desplazados de nuestro siglo, los nuevos desterrados y las víctimas del desorden mundial. Son una u otra cosa o todas a la vez. Lo cierto es que constituyen el fenómeno del siglo más temido y paradójicamente deseado en ciertos casos.

Suman más del 9% de la población en Europa, cerca del 15% en América del Norte y el 16% en Oceanía.

Aportan a Occidente su sabiduría, su fuerza de trabajo, su juventud, su diversidad, su consumo y su contribución fiscal. Todo ello es cuantificable y su contribución a las economías de los países receptores ampliamente estudiada y comprobada.

No siempre deciden buscarse la vida por iniciativa propia. En gran parte son captados por Estados o empresas en busca de mano de obra, de médicos, ingenieros, técnicos informáticos y otros cuadros formados gracias al esfuerzo de sus compatriotas, en sus pobres países de origen. Es la llamada caza de cerebros, y de personas que si no alcanzan las previsiones establecidas por sus seductores… son devueltos a sus lugares de origen con el consiguiente descalabro para ellos y para su comunidad de origen. Se olvida con demasiada facilidad que la persona que arriesga su vida más allá de sus fronteras, en busca de una situación laboral mejor, no sólo se expone a sí misma sino a la comunidad que contribuyó a su formación y que ha puesto en él sus esperanzas. De ahí tantas personas de la emigración que, antes de regresar con un fracaso a sus lugares de origen, se dejan la vida de una u otra forma, como llevados por el viento.

Empezaron por ser carne de cañón en las guerras europeas del siglo XX. Luego pasaron a ser la mano de obra indispensable para la reconstrucción. Hoy son el sostén imprescindible del bienestar occidental. Pero seguirán siendo objeto de controversias, manipulaciones y explotación mientras el sentimiento de debilidad les persiga.

Salieron débiles de sus tierras y llegaron desamparados a su destino. El miedo al fracaso es su principal enemigo y un gran vacío de incomprensión les rodea. De nada les sirve atenerse a los convenios internacionales de “protección de los trabajadores migratorios” ni a la propia declaración universal de Derechos Humanos puesto que emocionalmente no se sienten en condición de reclamar ni de defenderse. Son auténticos desarraigados que soñaron con repetir a la inversa los caminos de los pueblos que los invadieron, sometieron y explotaron.

Por ello necesitan de la comprensión y de la asistencia de la gente de bien hasta que ese sentimiento de debilidad desaparezca. Entonces se habrán integrado en las sociedades de acogida aportando sus saberes y su riqueza o habrán conformado especies de ghettos en tierra extraña, como fue el caso de muchas otras poblaciones a lo largo de la historia.

Los mismos europeos han padecido las mismas dificultades en su larga historia como emigrantes antes de caer en la cuenta de que están ante otros semejantes a quienes deben acoger con arreglo a las leyes de la hospitalidad y de los derechos fundamentales.

En la actualidad, aparece de nuevo la figura del “expatriado” por la que algunos parecen inclinarse para indicar la condición de emigrante occidental.

El matiz no es ni casual ni despreciable. Corresponde a un espíritu diferente y se deduce de un sentimiento de libertad y de seguridad.

Sea por razones económicas o por el placer de buscar otros cielos, el “expatriado occidental” es consciente del respaldo que supone para él, su propia nacionalidad. No tanto por pertenecer a un mundo poderoso sino porque simplemente, su persona cuenta en democracia.

Sin duda, la condición de ciudadano forja en el individuo una personalidad con características peculiares que le confieren dignidad, serenidad y confianza.

El sentirse arropado por un Estado de Derecho es lo que a fin de cuentas distingue al expatriado del inmigrante. Y me inclino a creer que el fenómeno migratorio actual se mueve justamente por la incesante búsqueda de ese mismo sentimiento.


Abdeslam Baraka

Rabat a 2 de Marzo de 2009